martes, 30 de diciembre de 2008

La inercia convecional

El hombre es realmente fantástico. Nunca contento con el hecho de simplemente existir, intentamos lograr la inmortalidad a través de nuestro trabajo. Y no hablo de la inmortalidad como concepto vago, sino que queremos que la gente mire nuestro trabajo 1400 años después de nuestra muerte y comenten en voz alta “che, menos mal que existía este tipo hace mil años. Qué sería de nuestra civilización y nuestras costumbres si no hubiera sido por él”. Sí. Así de grandilocuentes somos. Sabemos que la idea está, y que tiene que ir madurando hasta que caiga, y cambie la vida de todos. Está adentro nuestro. Sí. Ya va a salir. Ya sale. La grandísima mayoría de nosotros morimos sin que la gran idea salga. Hasta algunos dicen que la llamada “muerte natural”, se produce cuando alguien trata de sacar la idea de un tirón, y, fatalmente equivocados, sacan el alma. Pero no nos pongamos esotéricos por favor. Hablemos en tono científico. Cuando de logros se trata, la gente tiene un especial agrado por los muertos. Uno, muerto, adquiere un upgrade que consta de un licuado de nostalgia, lástima y respeto, trago difícilmente tomado en vida. Cuando un hombre insoportable muere, todos lo recuerdan como “un pobre tipo”, y no como “ese pelotudo”. A la “puta de mierda” se la recuerda como “una mujer que no tuvo una vida color de rosa”. Al “pintor loco de mierda” se lo termina llamando “Vincent Van Gogh” y se le compran los cuadros por millones de dólares. Al harapiento organista que tocaba en la iglesia y cuyas partituras se usaban para envolver pescado, hoy se lo llama “Johann Sebastian Bach” y sus obras son interpretadas por las filarmónicas mejor vestidas. Con los hombres que sí marcan la historia –verán- pasa algo singular: Se magnifíca su vida, su obra cotiza más, y se inventan historias. Uno es morboso. A uno le gusta escuchar esos secretitos que los muertos se llevaron a la tumba. Uno común es el de la homosexualidad. Nos gusta, por algún motivo, descubrir que la gente era homosexual. San Martín era puto, dicen. Sabemos, a ciencia cierta, que San Martín, no cruzó los Andes montado en su caballo, sino que lo hizo enfermo, y en una camilla. Creo yo, que alguno, desilusionado, habrá comentado por lo bajo “qué puto”. Si bien es obvio que la expresión no ponía en el banquillo la sexualidad del prócer, nos gustaría pensar que sí. Y como a los muertos les cuesta tanto saltar a defenderse, simplemente se empieza a comentar. Fíjense que nunca se comenta que Freddy Mercury en verdad era hetero. La muerte hace que todo sea más superficialmente solemne, y más visceralmente retorcido. Hay mercados enteros esperando la muerte de ciertos personajes para lucrar de ello, y para empezar a vender libros, dvds, biografías no autorizadas, subastar trajes. Lo del pobre Papa Juan Pablo II es un ejemplo increíble. El mismísimo Vaticano sacó una película de su vida antes de que la misma finalizara. Una agencia de noticias lo anunció muerto, para obtener la primicia. Aún me puedo imaginar al vocero que decidió dar la noticia: “Ma sí..... yo me mando, si me sale bien, voy a ser el hombre que dio la primicia”. Y ahí volvemos a nuestro tema inicial, el “quiero ser recordado como el que...”.
Todos sabemos quiénes son los responsables de los hechos más importante del los últimos 100 años. Con el pasar del tiempo esos hechos serán historias, esas historias cuentos y esos cuentos leyendas. Llegamos a un punto de que, gracias a alguien, hoy hacemos cosas que no sabemos ni por qué las hacemos. La leyenda hace un salto jerárquico y se transforma en costumbre. Cosas que todos hacemos todos los días, sin chistar, sin preguntar por qué, ni quién lo hizo, ni discutir sobre la sexualidad errática de esa persona. Son simplemente convenciones. Ese es el término que se les dio, así tan gratuitamente. “Convención” es la manera políticamente correcta de decir “porque sí”. Nadie le busca una explicación a las convenciones, justamente por serlo.
Vamos a desmenuzar un poco este alcaucil hojaldrado con el titanio más pesado, que se trata de la cultura. Lo haremos convirtiéndonos en niños de 5 años y preguntándonos “¿por qué?” sin respondernos “Porque sí”.
Algunas de las convenciones más pintorescas:

Las Comidas

Son 4: desayuno, almuerzo, merienda y cena.
Sinceramente debe haber una razón para pensar que ingerir alimentos 4 veces al día nos resutará más sano. Pero eso lleva a un hombre a situaciones de indecisión existencial como “son las 11.50 y tengo hambre”. Este hombre realmente tiene un problema. No sabe cómo se llamará su comida. “¿Desayuno, o almuerzo? Dios mío que alguien me socorra”. Generalmente se buscan aliados para lograr un mutuo acuerdo entre el nombre de la comida que se llevará acabo, ya que lo hace en un horario tan border. Y a partir de ahí, lo que vamos a comer en sí. Si es el desayuno, deberán ser tostadas, galletitas, mermelada, manteca, dulce de leche, leche, mate, té, café. Si es almuerzo, puede ser milanesa, ensalada, asado, pastas, tarta, pizza, gaseosa, jugo, agua, vino, cerveza. Si bien el abanico es amplio, es limitado si echamos un ojo global sobre la comida.
El orden de pensamiento y acción del hombre niño sería una cosa así:
1- Piensa “Tengo hambre” o “Quiero comer”
2- Piensa “¿Qué quiero comer?”
3- Come
El orden de pensamiento y acción de hombre convencional para comer es:
1- Se pregunta “¿Qué hora es?”
2- Se pregunta “¿Hora de qué comida es?”
3- Acude a otros para decidir, o deja pasar tiempo para “estar en hora”
4- Una vez definido el horario y nombre de la comida, se piensa en qué alimentos, dentro de esa clasificación, son los disponibles
5- Selecciona
6- Come
Realmente no tengo mucho en contra de esta convención. Yo mismo la respeto y practico. Pero me extraña muchísimo que quien la haya ideado haya omitido el hambre y los antojos, o los haya puesto en un segundo plano, cuando de comer se trata. Seguramente esa persona se dio cuenta de su error, y por eso se mantuvo en el anonimato. Fuera quien haya sido, me contaron que era gay.


El Psicólogo

Cuando de encontrar la felicidad se trata, vale todo. Así y todo, tengo que admitir que tengo algunas dudas. No con la efectividad de los tratamientos psicológicos, sino con la figura del psicólogo en la sociedad. Durante gran parte de la historia, la Iglesia fue tantísimo más importante e influyente que hoy. Por eso, cuando cualquiera cometía algún “pecadillo”, enseguida uno iba al confesorio a enjuagar el alma mediante una charla con un señor que se dispone a permanecer callado, oscilar su mano frente a nuestra cabeza, murmurando unas palabras, darnos una penitencia simbólica, y dejándonos ir en nombre de Dios. Esa tranquilidad de la que nos proveía, pasada de moda la Iglesia, no se hace sentir más. Y ahí se necesitó una persona –alguien- a quien sentarlo y contarle sobre nosotros. Y ese alguien se hizo presente, no sólo para escuchar. Y la gente evidentemente se comenzó a sentir mejor. Se empezó a sentir tan bien la gente, que alguien dijo “Che, por esto hay que cobrar”.
No tuve el gusto de ir al psicólogo, pero constantemente consulto a quienes sí, para lograr un fundamento de sus actividades. Ante la pregunta “¿Qué te dice?” generalmente responden “Digo todo yo”. Enseguida el contraataque “Y si decís todo vos ¿Para qué vas?”, a lo que generalmente dicen “Porque me hace dar cuenta de las cosas”.
Personalmente, creo que el hombre globalizado tiene poca capacidad de monólogo interno. Uno se trata como a su propia ama de casa después de los 20 años de casado. Los pensamientos no superan el “che, hay que hacer tal cosa”, hasta el “acordate que hoy hay que ir acá y allá”. Y sí, uno inevitablemente un día se encuentra mal. Y necesitamos tener fé en que se puede estar mejor. Fé de la tangible. La misma fé que le tenemos a un chapista cuando chocamos el auto es la que le tenemos a un psicólogo cuando nos llevamos a terapia. ¿Cómo es entonces que uno termina haciendo el trabajo del psicólogo, hablando todo uno mismo y pagándole a él?. Creo que tengo la explicación. La psicología, se ha encargado de instaurar una percepción: los locos hablan solos. Inmediatamente las personas dejamos de hablar solas, para no caer en la locura. Y tanto es así que hasta nos tratamos de manera distante en nuestros monólogos internos. Ahí es donde nos sentimos mal con nosotros mismos, eso nos hace meditar sobre si estamos locos por estar mal, y eso nos lleva al psicólogo. Por ilógico que suene, el psicólogo es el hombre al que nos hablamos. Es ese ente indiferente, ajeno a nuestra familia, amistades, que no se alarma por escuchar todo lo que tenemos que decir. Uno está hablando solo, pero hay un hombre ahí al que le estamos pagando para que nosotros no seamos locos por ello. Y eso se siente bien. ¿Y si uno realmente no quiere hablar? Bueno, uno habla igual, porque el silencio es incómodo cuando sí hay alguien y porque a este hombre para algo se le paga. Y uno está tan atento a que no lo estén estafando, que enseguida se empieza a sentir mejor, como para amortizar el gasto. Por eso hay tanta gente haciendo alarde de ello “estoy haciendo terapia y la verdad es que estoy muchísimo mejor”, “desde que estoy con mi psicólogo, hice un progreso increíble”. Necesitan saber que están haciendo un buen negocio pagando por un psicólogo, y somos tan avaros que somos felices otra vez. Pero como dije: si de encontrar la felicidad se trata, vale todo.

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